lunes, 1 de julio de 2013

Educar a través del teatro

Ana Gabriela Páez

Enseñar ha sido, desde que el ser humano estableció las bases de la sociedad, una de las cosas más importantes y complejas. Educar a la juventud se ha convertido en una necesidad; los valores perdidos, las buenas costumbres extraviadas y la educación desaparecida confluyen para que la carrera por educar se convierta en un laberinto. De esta necesidad surgen herramientas que, como las alas de Ícaro, nos permiten abandonar el laberinto y, de forma utópica, aclarar el panorama.




La primera sorpresa: “¡Son adolescentes!”, dijo, con cierto miedo, nuestra coordinadora. Se refería a la edad en que se encontraban los supuestos niños de San Agustín del Sur a quienes iba dirigido nuestro taller de teatro como herramienta educativa. Nos sentamos, los ocho facilitadores, y conversamos sobre las problemáticas que podrían relacionarse con estos jóvenes. El temor que cada uno sentía en silencio iba creciendo.

Nuestro taller comenzó con cerca de veinte jóvenes de segundo y tercer año de bachillerato; algunos nos veían como si creyesen que estábamos locos, otros nos veían con cierto asombro y al resto, simplemente, no le interesaba vernos. Cuando llegamos a la cuarta sesión de taller, que llevábamos a cabo los viernes de diez a once y media de la mañana, solo seguían con nosotros cuatro de la veintena de jóvenes que estaban inscritos. Menos de un cuarto del grupo inicial seguía allí, presentes y dispuestos durante una hora y media cada semana.

Finalmente la curiosidad pudo más que el disimulo y me atreví a preguntarle a una de las chicas que seguían con nosotros el porqué de las ausencias. La respuesta de la niña confirmó mi teoría: “Ay, profe”, me dijo un poco apenada por sus compañeros de clases: “Ellos los viernes prefieren escaparse a otros colegios a buscar mujeres”. La palabra mujeres se repetía en mi cabeza; nunca, a los catorce años me consideré mujer, aún sentía que era una niña. La miré intentando ser neutral. Ella prosiguió, “tienen amigos que los vienen a buscar en sus motos y los llevan a los otros liceos, y las hembras que no están es porque las vienen a buscar sus novios y también se van”.  Respiré profundo y le agradecí que ella prefiriese quedarse.

Allí estábamos, ocho voluntarios dispuestos a cambiar una realidad, a educar a través de algo que nos apasiona, a dar todo lo que pudiésemos ofrecer para ayudar a los jóvenes de una de las zonas más peligrosas de Caracas; sin embargo, ¿Cómo ayudar a quien no tiene conciencia de que necesita ser ayudado? ¿Cómo la educación compite con el libertinaje? No nos quedaba más que respirar profundo y seguir trabajando con los cuatro chicos, dos niños y dos niñas, que continuaban en el taller.

Nuestra actividad consta de diferentes sesiones de contenidos prácticos que hacen sinergia entre sí para producir, al final, una obra de teatro; también se basa en un valor, premisa educativa o cualquier otro tema que ayude a ofrecer a los participantes otra perspectiva sobre la vida y su futuro. En esta oportunidad la temática era cómo salir de la burbuja en la que vivimos e involucrar al otro en mi vida. Tras dos sesiones de propuestas, los cuatro chicos decidieron interpretar Pic-Nic de Fernando Arrabal.

Pic-Nic es una obra del teatro del absurdo donde se narra la historia de Zapo y Zepo, dos soldados enemigos en la Guerra Civil Española cuyas historias confluyen cuando Zepo entra a la trinchera donde se encuentra Zapo visitado, de manera absurda, por sus padres, quienes hacen un picnic dominical; Zepo es sometido y atado. Los personajes comienzan a conocerse y se dan cuenta de que tienen más similitudes que diferencias y, lo más importante, ninguno quiere estar en la guerra.



Tanto los chicos como nosotros trabajamos muy duro, ya que un mes y medio es poco tiempo para montar una obra de teatro. Cuando finalmente llegó el día de la presentación todos estábamos muy nerviosos; esperábamos que toda la dedicación y el esfuerzo diera los frutos deseados. “¡Qué nervios! Ya sé cómo se sienten las mamás cuando ven los actos de sus hijos en la escuela” dijo Verónica, nuestra coordinadora, riendo.

La presentación fue hermosa, los chicos actuaron muy bien frente al público―compuesto por cerca de cien niños y maestros del colegio―que aplaudió contento el logro de una docena de sesiones de trabajo arduo y constancia.

Al finalizar hicimos una pequeña reunión en la que estábamos los facilitadores, nuestra coordinadora, el coordinador regional de la fundación y otros voluntarios que laboran en el colegio. Luego de felicitarnos entre todos, una de las chicas voluntarias nos dijo lo acertada que fue la elección de la obra, ya que en el sector hay dos bandas enfrentadas y en el colegio suelen converger familiares de los miembros de las agrupaciones delictivas. “Hay niños que no pueden ser amigos porque sus primos están enfrentados, ninguno de los pequeños sabe el porqué de su enemistad, y al final no deberían verse afectados”.


Al echar la vista a atrás, me di cuenta de muchas cosas; si bien un grupo de ocho actores y actrices de teatro no pueden salvar el mundo, la semilla que dejamos sembrada en esos cuatro muchachos que siguieron con nosotros el camino delineado por el teatro y las enseñanzas que da este arte, es una huella que ellos mismos podrán difundir. Plantar una flor de esperanza en un campo minado por el miedo y la injusticia puede que resulte en un cambio que, un pequeño grupo de voluntarios empezó con fe y una gran pasión.

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